Si empezamos con Empédocles terminaremos con Holderlin y con Arnold. Y con el Etna, al que se asomaron siglos más tarde Sarah y Oswaldo, pero nomás de curiosos que son.
Pero hoy no parece ser un día proclive al de Agrigento, sino a María en el Tepeyac. Y en especial a las rosas que recogiera Juan Diego en su tilma. Habría que consultar a Cristinica, que de la Virgen y de sus apariciones sabe mil y una cosas de las que puede hablarnos por horas. Porque para ella las horas están habitadas por la música, que se sabe que es el alimento del amor y del Amor, aunque una vez un recio lo negara mediante una manida cita de Lacan-Tata.
Ya habrá tiempo también para Leucipo, del que tanto y tan poco conocemos. Y para los seguidores de Tántalo, que son legión.
Me parece que el traducir de una lengua a otra es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, están llenas de hilos que las oscurecen, y no se ven con la lisura y tez del haz; y el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel––dijo don Quijote.
Y aún así le dije a Enrique Fierro, simpatizante de los rinocerontes––Tomemos prestada la pelota de ping-pong de nuestros amigos Lorenzo y Margarita, y aquí escribámonos y traduzcámonos el uno al otro. Pero, tejamos reversos, traducciones traidoras, como falsos amigos, des faux amis que se miran, pero no se reconocen.
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